En los anales de Roma hay nombres que resplandecen como columnas de mármol bajo el sol del mediodía. Uno de ellos, de los más grandes de la historia de Roma es, sin duda alguna Publio Cornelio Escipión, apodado Africanus. Es famoso y grande no solo por haber vencido a Aníbal Barca, el estratega cartaginés más temido de la época -el azote de Roma- sino por algo mucho más difícil que ganar una guerra: por haberle devuelto un propósito a quienes lo habían perdido todo. La historia de Africanus no empieza con la gloria. Comienza en la deshonra.
I. Las legiones malditas
Hablar de Escipión es recordar a un ejército roto. Humillado. Unas legiones desterradas, marcadas por la derrota: las legiones malditas. Hablamos de los restos de las legiones vencidas en Cannas, una de las peores derrotas militares de Roma, a manos de Aníbal. Sus compañeros yacen en fosas comunes, y ellos… ellos fueron condenados al exilio, relegados a Sicilia -isla lejana en aquella época-, lejos del centro, lejos de la confianza de sus generales.
Eran soldados sin nombre. Una sombra en los archivos de Roma. Aquel ejército era una cicatriz colectiva. Ya no combatían por Roma, sino por sobrevivir al olvido. La república los había condenado. No tenían mando, ni honor. Ni propósito.
Hasta que llegó Escipión.
No llegó con látigos ni amenazas. Llegó con algo mucho más subversivo: propósito.
II. Escipión y la chispa
Escipión no habló de venganza, ni de castigo, ni de táctica militar. Les habló desde el alma. Les habló del fuego interno. Les habló de redención. Les dijo que Roma aún los necesitaba. Que en ellos vivía la posibilidad de cambiar la historia.
No les dio un manual. Les dio una causa por la que luchar, por la que vivir, por la que morir.
Y ahí ocurrió el milagro: el ejército maldito volvió a luchar. Pero no por la gloria de aquella Roma, sino por una Roma nueva, nacida del dolor y del coraje.
Con ellos, Escipión cruzó el mar hacia África. Enfrentó a Aníbal en su propio territorio. Y venció. Su estrategia militar contra los elefantes cartagineses es, hasta ahora, estudiada por miles de estrategas. Y con esa victoria, las legiones malditas se convirtieron en las legiones eternas. El mármol despreciado se volvió estatua.
III. El fuego en la empresa
¿No ocurre lo mismo en una empresa?
A veces nos encontramos con personas rotas. Equipos fragmentados. Áreas que han perdido el brillo. Empleados que ya no creen en lo que hacen. Colaboradores que ejecutan tareas, pero ya no pertenecen.
Y entonces surge la pregunta:
¿Qué los puede hacer volver a luchar? ¿Qué es lo que nos hace luchar a nosotros? ¿A seguir adelante en nuestro trabajo?
La respuesta no es el bono. No es el KPI. No es la amenaza. La respuesta está en un propósito.
IV. ¿Qué es el propósito?
El propósito no es una meta. Es una llama. Una razón que trasciende el sueldo, el puesto o la utilidad.
Mientras la misión define lo que hacemos -tenemos nuestra misión en el Grupo bien definida-, el propósito responde a por qué vale la pena hacer lo que hacemos: es el para qué que nos hace levantarnos cuando todo duele, a pesar de las circunstancias y dificultades. Es lo que transforma un "colaborador" en un "aliado". Es lo que hace un "equipo" en una "legión". Es lo que transformó las legiones malditas, en legiones eternas.
El propósito da identidad. Redime. Convierte nuestro trabajo en vocación.
El propósito es esa pregunta que incomoda, que nos sacude y despierta: ¿Para qué hacemos lo que hacemos?
No se trata de una campaña de marketing. No es el slogan en la entrada de la oficina. El propósito es la piedra angular que no se ve. La que sostiene las demás.
Mientras la misión define el qué hacemos, y la visión señala hacia dónde vamos, el propósito responde a una pregunta tremenda: ¿Qué sentido tiene todo esto?
Las empresas que no se hacen esa pregunta, corren el riesgo de volverse eficaces pero vacías. Productivas, pero irrelevantes.
Grupo Plasencia no solo vende autos. Transforma vidas a través de un liderazgo que sirve y forma.
La frase es clara. Pero solo cobra vida cuando deja de ser un enunciado y se convierte en acción cotidiana. El propósito no se mide en Excel. Se detecta en los gestos. En la cultura silenciosa. En cómo se recibe a alguien nuevo. En cómo se acompaña a quien cayó.
El propósito no grita. Susurra. Pero el alma de una organización sabe escucharlo.
IV. El tiempo como aliado
En la lógica empresarial tradicional, el tiempo es enemigo. Cada minuto cuenta. Todo debe dar resultados. Todo debe justificar su existencia.
Pero el propósito trabaja distinto. No le obsesiona la inmediatez. Piensa en generaciones, no en trimestres. Sabe que formar a alguien puede tardar años. Que un colaborador pleno no se consigue con bonos, sino con confianza y visión.
V. El arte de servir y transformar
Cuando Grupo Plasencia nos comparte su propósito que es “mejorar la vida de las personas y buscar la excelencia a través de un liderazgo que sirve y transforma”, no se está hablando de una meta, sino de un tipo de mirada.
Es mirar al otro como una persona, no como una herramienta. Es entender que la excelencia no es perfección, sino mejora constante. Es tener el valor de decir: aquí estamos para servir, no para mandar. Aquí el poder no se impone: se pone al servicio.
Para terminar: Escipión no solo ganó una guerra. Dio sentido a una herida. Su mayor victoria no fue militar, sino humana.
Hoy, en nuestras empresas, la batalla más grande no está en el mercado. Está en el alma. ¿Podremos nosotros, como líderes, despertar legiones dormidas? Yo estoy convencido de que así lo es, porque nuestro trabajo, nuestro Grupo, tiene un propósito, que trasciende, que inspira.
Quizás no necesitemos espadas ni caballos. No estamos en esas épocas antiguas. Solo necesitamos un poco de visión, un poco de fe… Y una frase, como un estandarte silencioso: Estamos aquí para mejorar la vida de la gente, para servir y transformar.